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DOCTOR Y CAMPEON TRATA DE LA VIDA Y TRAYECTORIA DE CARLOS SALVADOR BILARDO, ENTRENADOR DE LA SELECCION ARGENTINA CAMPEONA DEL MUNDO DEL MUNDIAL MEXICO 1986 Y SUBCAMPEON EN ITALIA 1990, CONOCE MAS A ESTE GRAN ENTRENADOR.

PARTE DELPRÓLOGO

Mi padre fue a verme a la cancha, como jugador y como técnico, infinidad de veces. Solamente en dos oportunidades me esperó a la salida para conversar conmigo: la primera fue el día en que me probé en San Lorenzo, a los 12 años. Él me acompañó y me esperó para volvernos juntos a casa en el tranvía 84. Estaba muy feliz porque me habían fichado. La segunda fue el 9 de mayo de 1985, cuando ya era entrenador de la Selección Argentina. Recuerdo esa tarde como si hubiera sido ayer: jugábamos un amistoso ante Paraguay en el Estadio Monumental de River Plate, a dos semanas de que comenzaran las Eliminatorias para México 1986. Estábamos ganando 1 a 0 con un gol de penal de Diego Maradona, quien volvía a la Selección después de casi tres años. Su último partido con la camiseta celeste y blanca había sido contra Brasil, en el Mundial de España, y yo apenas había podido compartir con él algún entrenamiento porque, en ese período, Diego había sufrido una fractura de tobillo jugando para Barcelona, contra Athletic de Bilbao. Esa tarde, en un Monumental repleto, Paraguay nos empató casi al final con un cabezazo de César Zabala. Ese tanto desató una catarata de insultos y silbidos. Todos, absolutamente todos, dirigidos a mí. La cancha entera me insultaba. Me fui al vestuario con el equipo y, cuando los muchachos terminaron de ducharse, salimos todos juntos por el pasillo que rodea el estadio por adentro, debajo de las tribunas, hacia el hall central que da al estacionamiento. Al llegar a ese salón, advertí que decenas de personas me esperaban allí para dedicarme todo tipo de agravios, y otros cientos habían rodeado el micro que nos esperaba para llevarnos al hotel. Antes de cruzar la puerta, descubrí con asombro que, de las entrañas de esa agresiva multitud, surgía mi padre. Con gran esfuerzo, a pesar de sus74 años, se abrió camino y, al acercarse a mi oído, me rogó: «Basta, Carlos, basta. No dirijas más». Yo lo miré sereno, afianzado en mis convicciones y en la seguridad de que transitaba el camino correcto. Un camino que había iniciado en 1967 de la mano de mi gran maestro, Osvaldo Zubeldía. «No te preocupes, papá —le respondí—; esto lo voy a arreglar». Subí al micro y me alejé del Monumental. Mi padre quedó solo en medio de esa muchedumbre. Un año más tarde, al regreso de nuestra hazaña azteca, una Plaza de Mayo inundada de alegría le confirmó a mi padre que no me había equivocado.

Conocí el fútbol en la puerta de mi casa. En esos años, a mediados de la década de1940, la calle se ofrecía generosa para que los pibes del barrio armáramos nuestros picados que se extendían horas, hasta que el sol se iba a dormir o nuestras madres nos venían a buscar porque no habíamos hecho la tarea de la escuela. La calle aportaba árboles que usábamos de postes para armar los arcos y también los frentes de las casas que limitaban nuestra canchita. Era el escenario ideal para aprender a controlarla pelota, porque, además de los rivales, había que eludir el cordón, entrometidos postes o a la inoportuna vecina que cruzaba toda la cancha para ir de compras al almacén de la esquina. Al mismo tiempo, había que domar la pelota de goma marca «Pulpo», que picaba irregular sobre asfalto, adoquines o las desparejas baldosas de la vereda.

Con el tiempo, la calle continuó con sus enseñanzas, aunque desde otros ángulos. Me hizo escuchar las sabias palabras de mi padre en nuestros viajes de ida y vuelta a la cancha de San Lorenzo. Fue escuela de fútbol y carreras en la vereda del entrañable bar «La Puñalada». Me dio lecciones de paciencia cuando choqué con mi automóvil en medio de las vertiginosas carreras entre las clases en el Hospital Alvear y los entrenamientos como futbolista profesional.

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