Mi padre fue a verme a la cancha, como jugador y como
técnico, infinidad de veces. Solamente en dos oportunidades me esperó a la
salida para conversar conmigo: la primera fue el dÃa en que me probé en San
Lorenzo, a los 12 años. Él me acompañó y me esperó para volvernos juntos a casa
en el tranvÃa 84. Estaba muy feliz porque me habÃan fichado. La segunda fue el
9 de mayo de 1985, cuando ya era entrenador de la Selección Argentina. Recuerdo
esa tarde como si hubiera sido ayer: jugábamos un amistoso ante Paraguay en el
Estadio Monumental de River Plate, a dos semanas de que comenzaran las
Eliminatorias para México 1986. Estábamos ganando 1 a 0 con un gol de penal de
Diego Maradona, quien volvÃa a la Selección después de casi tres años. Su
último partido con la camiseta celeste y blanca habÃa sido contra Brasil, en el
Mundial de España, y yo apenas habÃa podido compartir con él algún
entrenamiento porque, en ese perÃodo, Diego habÃa sufrido una fractura de
tobillo jugando para Barcelona, contra Athletic de Bilbao. Esa tarde, en un
Monumental repleto, Paraguay nos empató casi al final con un cabezazo de César
Zabala. Ese tanto desató una catarata de insultos y silbidos. Todos,
absolutamente todos, dirigidos a mÃ. La cancha entera me insultaba. Me fui al
vestuario con el equipo y, cuando los muchachos terminaron de ducharse, salimos
todos juntos por el pasillo que rodea el estadio por adentro, debajo de las
tribunas, hacia el hall central que da al estacionamiento. Al llegar a ese
salón, advertà que decenas de personas me esperaban allà para dedicarme todo
tipo de agravios, y otros cientos habÃan rodeado el micro que nos esperaba para
llevarnos al hotel. Antes de cruzar la puerta, descubrà con asombro que, de las
entrañas de esa agresiva multitud, surgÃa mi padre. Con gran esfuerzo, a pesar
de sus74 años, se abrió camino y, al acercarse a mi oÃdo, me rogó: «Basta,
Carlos, basta. No dirijas más». Yo lo miré sereno, afianzado en mis convicciones
y en la seguridad de que transitaba el camino correcto. Un camino que habÃa
iniciado en 1967 de la mano de mi gran maestro, Osvaldo ZubeldÃa. «No te
preocupes, papá —le respond×; esto lo voy a arreglar». Subà al micro y me
alejé del Monumental. Mi padre quedó solo en medio de esa muchedumbre. Un año
más tarde, al regreso de nuestra hazaña azteca, una Plaza de Mayo inundada de
alegrÃa le confirmó a mi padre que no me habÃa equivocado.
Conocà el fútbol en la puerta de mi casa. En esos años, a
mediados de la década de1940, la calle se ofrecÃa generosa para que los pibes
del barrio armáramos nuestros picados que se extendÃan horas, hasta que el sol
se iba a dormir o nuestras madres nos venÃan a buscar porque no habÃamos hecho
la tarea de la escuela. La calle aportaba árboles que usábamos de postes para
armar los arcos y también los frentes de las casas que limitaban nuestra
canchita. Era el escenario ideal para aprender a controlarla pelota, porque,
además de los rivales, habÃa que eludir el cordón, entrometidos postes o a la
inoportuna vecina que cruzaba toda la cancha para ir de compras al almacén de
la esquina. Al mismo tiempo, habÃa que domar la pelota de goma marca «Pulpo»,
que picaba irregular sobre asfalto, adoquines o las desparejas baldosas de la vereda.
Con el tiempo, la calle continuó con sus enseñanzas, aunque
desde otros ángulos. Me hizo escuchar las sabias palabras de mi padre en
nuestros viajes de ida y vuelta a la cancha de San Lorenzo. Fue escuela de
fútbol y carreras en la vereda del entrañable bar «La Puñalada». Me dio
lecciones de paciencia cuando choqué con mi automóvil en medio de las
vertiginosas carreras entre las clases en el Hospital Alvear y los entrenamientos
como futbolista profesional.
PULSA UNA DE LAS OPCIONES DE DESCARGA Y APOYA AL BLOG
0 Comentarios